06 Agosto 2013

Aquellos veranos en Vallecas

Publicado en Ocio y Cultura

LOS RELATOS DE LOLA MONTALVO, ESCRITORA VALLECANA

Lola Montalvo / Especial para Vallecasweb
Una de las cosas que más esperábamos los niños, a principio de los 70, durante mi infancia, era que llegaran las vacaciones de verano. Bueno, supongo que es algo que esperaban los niños de mi barrio y los de todos los lugares del mundo que tenían y tienen el privilegio de una educación escolar. Me parece que también es algo esperado hoy día…


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Una vez que llegaba la primavera, una vez que las jornadas de sol eran más largas y el telediario de las nueve empezaba cuando aún era de día, una vez que todo el campo estaba verde, que había flores por todos los lados, que los pájaros no te dejaban concentrarte en los libros y los deberes por su puñetera manía de cantar en tu ventana… Una vez, como digo, que todo esto llegaba de golpe, no veíamos el momento de que finalizara el curso y nos dieran las vacaciones. Supongo que las notas finales esperadas podrían condicionar que alguno que otra no lo desearan tanto, pero yo era —y soy— buena estudiante y nunca temí por un suspenso que me amargara el verano. Mi verano se amargaba por otros derroteros.

Llegaba la mañana del último día de cole y la saboreabas con una sonrisa pintada en la cara, ibas a la escuela más ligera, ya con ropa de verano y zapatillas de lona o chanclas, sin cartera ni libros, sin la penosa idea de no saberte la lección o de no tener todos los deberes hechos. Sí, ese día ibas al cole fresca y feliz porque era el último día de una obligación que llegaba a hacerse cuesta arriba y el primero de una libertad de límites no fijados por ser humano conocido —excepto por tu madre, claro, pero ella no contaba—. En mi colegio por aquellos años no había fiesta de fin de curso como hoy hacen mis hijos, no, ni iban tus padres a hablar con los maestros si ya eras mayor de nueve años o si tenías un hermano mayor que te cogiera de la mano para cruzar la calle. En mi colegio, te daban las notas, te dejaban correr un poco por el patio y a casa, hasta septiembre. Escueto, sencillo y punto.

Y regresabas a casa con una fantástica sensación de que el mundo entero era tuyo, de que harías de todo con tus amigos, triscarías por donde te diera la gana sin que nadie te vigilara ni te dijera que tenías que irte a la cama pronto porque mañana había que madrugar. Mirabas a tus hermanos y veías en ellos la misma felicidad que te bullía a ti por todos los poros de tu piel y los mirabas de tal forma que ese día hasta te caían bien y todo y no discutías con ellos porque ¡habían llegado las vacaciones! ¡Jolín, qué bien!

Desde ese día, efectivamente, estabas casi todo el tiempo en la calle, te levantabas a las tantas y, tras hacer los recados para tu madre, ya eras libre el resto de la mañana. Y te ibas a buscar a tus amigas, las llamabas por la terraza y se asomaban para decirte ¡ya voy! Y os los pasabais en grande jugando a la goma o a la cuerda o las muñecas o los recortables o, si a los chicos no les daba por tirarnos piedras, jugábamos con ellos al rescate o a dólar… Y por la tarde, tras respetar la sagrada siesta hasta las seis, volvías a la calle y te lo pasabas en grande. No tenías que subir a cenar porque tu madre para merendar te hacía un enorrrrme bocadillo de tortilla francesa o de tomate con aceite y ya estabas cenado —te decía ella—. Y llegaba la noche y seguías corriendo por ahí, veías a las vecinas bajar con su silla al portal y reunirse varias para echar una charlita al fresco. A la llamada de la primera madre por el balcón, se daba la jornada por finalizada, subíamos todos —cada uno a su casa— hasta el día siguiente y así todos los días.

¿Se podía pedir más?

Porque en verano disfrutábamos de placeres vedados el resto del año, en verano podíamos comer helados y flash. No era como hoy que encuentras heladerías abiertas todo el año aunque caigan chuzos de punta, sea invierno o estemos a menos cinco grados a pleno sol. No. Cuando yo era niña los helados sólo estaban disponibles en verano. En un hueco de la acera que conservaba la marca en el suelo del año anterior se colocaba el puesto de helados el siguiente. No se podía afirmar con rotundidad que había llegado el verano hasta que no estaba el puesto de helados dispuesto y abierto. Allí podías comer helados como los de hoy, pero muchos de los de palo o cucurucho industrial se salían de nuestro paupérrimo presupuesto, compuesto por pesetas o fracciones de peseta: cincuenta y veinticinco céntimos, de esos con un agujero en el centro. Por eso comprábamos con más frecuencia lo más barato que eran los flashes, que estaban riquísimos, pero que eran tan pegajosos que si se te caían al suelo corrías el riesgo si los pisabas de quedarte pegado —¡qué llevarían en su composición!—. También nos podíamos permitir los helados de corte, al principio sólo de vainilla y chocolate o de fresa y nata. Luego salieron los sabores de turrón, los de fresa sola, chocolate solo y de tres sabores. Podías pedir uno sencillo o doble.

El helado de corte era una barra de helado alargada que venía de fábrica envuelta en un cartón de esos plastificados. Para empezar el paquete, el heladero le quitaba el cartón y lo colocaba sobre un soporte metálico alargado, con la misma forma de la barra de helado y con un asa en un extremo; luego le ponía una especie de tapa con una serie de marcas horizontales por encima que marcaba los puntos por donde debía cortar: la barra quedaba así dividida en raciones «iguales». Con un cuchillo enorme y ancho cortaba tu helado, ponía una galleta en un extremo, cortaba, ponía la otra galleta y te lo daba con una servilleta, tras lo que guardaba la barra de helado así, sobre la base metálica y sin cubrir dentro del congelador. Para los ojos de hoy, para la escrupulosidad higiénico-sanitaria de nuestros días, debía ser una marranada porque no se usaban guantes y el heladero podía tocar con los dedos la crema, pero a nosotros nos daba lo mismo. El placer que suponía comerse ese corte de helado entre dos galletas, procurando que no se rompiera un trozo al morderlo o no te chorreara por los codos era algo inimaginable para los tiempos actuales en los que hay de todo y por todos los sitios menudean heladerías de millones de marcas, estilos y sabores.

Sí, la verdad es que la llegada del verano suponía una serie de placeres que sólo se podían disfrutar en verano.

Pero nada es perfecto ni todo placer es eterno…

Mi alegría duraba hasta que mis amigas se iban de vacaciones a sus pueblos. Sí, cuando yo era pequeña en el ambiente modesto-humilde y trabajador que me tocó compartir con mis vecinos, nadie se iba a la playa en vacaciones —salvo algún privilegiado—. Cuando llegaba el verano mis vecinos cogían los trastos, se montaban en los autobuses del Auto-Res de Conde Casal o se tomaban los autocares de la Estación Sur, en su ubicación antigua de Palos de la Frontera, y se iban a su pueblo. Prácticamente todas las personas de mi barrio de Los Álamos era inmigrante, casi nadie era de Madrid; por lo menos que yo supiera. Muchos habían venido de Andalucía, Extremadura y Castilla la Vieja o Castilla la Nueva. Como al emigrar de sus poblaciones para ir a Madrid a buscar trabajo no habían roto sus lazos con sus pueblos, pues conservaban un buen lugar para ir cuando tenían vacaciones, en verano, Semana Santa y Navidad. Muchos iban también para la vendimia, dado que estas labores se las aviaban entre las familias —incluso se les daba permiso a mis compañeros en el cole… ¡para ir a recoger uvas!—, o para la matanza, por el mismo motivo. Y así, en verano, se pasaban prácticamente todo el tiempo en su pueblo, por lo menos mis amigas y mis amigos… Ellos se iban pero mis hermanos y yo nos quedábamos en el barrio, más solos que la una.

Porque mi familia y yo no teníamos pueblo, ni el de mi madre ni el de mi padre y eso que sí habían nacido en uno; pero no habían dejado casa a la que regresar tras su partida. Y como tampoco teníamos dinero, las vacaciones, fueran las que fueran, las pasamos en el barrio, felices y contentos hasta que nuestros amigos se iban con sus respectivas familias a su pueblo y, a partir de entonces, el tiempo corría para nosotros muertos de asco.

Ante esta triste situación, mi madre que es una magnífica mujer, debía sentir como sentíamos nosotros que la casa se le caía encima con tanto tiempo vacío; entonces, algunas veces, llenaba una bolsa de la compra con tortillas de patata, con filetes empanados y con bocadillos de chorizo y salchichón, fruta y agua fresquita y nos llevaba al Retiro. Recuerdo cómo olía esa mañana mi casa a cosas ricas que ella colocaba en platos cubiertos con otro plato —no había tupper en esos días y mi madre no tenía muchas tarteras— y luego lo cubría todo con un paño de cocina. En el autobús hasta Atocha dejábamos a nuestro paso el tufillo de las viandas aún cálidas en la bolsa.

Una vez en el parque, solíamos ponernos en unos bancos que había al borde del estanque de las barcas, muy cerca del Palacio de Cristal. Allí quedaba mi madre con mi tía Juanita y mis primas, y pasábamos un día magnífico, corriendo de un lado para otro, jugando en los columpios que estaban justo al lado, comiendo pipas, dando de comer a los pájaros o metiendo los pies en el estanque. Si mi madre estaba sobrada de dinero como colofón a ese gran día nos comparaba un helado de vuelta para casa, cuando ya el sol estaba bajo. En Atocha cogíamos el 54 y de vuelta al hogar, cansados y felices.

Otra de las «excursiones» con que mi madre nos regalaba era ir a la piscina. En este caso no teníamos que ir muy lejos, porque nos llevaba a la piscina municipal del Rayo, así la llamábamos porque está cerca del campo del Rayo, en la calle Arroyo del Olivar. Aquí solía mi madre quedar con mi tía Laura y mis primos, que pasaban su verano en casa de mis abuelos, y pasábamos un día estupendo casi sin salir del agua dando tripazos y tirándonos a bomba. Eso sí, como en esa época no eran muy frecuentes las cremas de protección solar, mis hermanos y mi hermana regresaban como tomates y me tocaba a mí, por orden de mi madre, ponerles paños de vinagre a los tres hasta que su piel dejaba de hervir. Aún hoy aborrezco el olor a crema Aftersun®… no lo soporto.

Entre una cosa y otra pasaba el verano. Mi madre tuvo una época que bajaba por las noches a la puerta de la calle junto a las vecinas, pero pronto dejó de hacerlo…, me imagino el motivo, pero prefiero dejarlo ahí. Mi hermana y yo bajábamos con ella y jugábamos o nos sentábamos a escuchar su charla. Nos encantaba subir a casa más allá de la una o las dos, cuando todo estaba en completo silencio; hasta el tráfico por las calles del barrio y de la avenida de la Albufera era nulo. Parecía que el tiempo se había detenido. Cuando ya fui algo más mayor, con doce o trece años, solía sentarme en el balcón de mi casa con mi madre, ella en una silla, yo en el suelo, y hablábamos de todo; recuerdo a mi madre batir el abanico para darse aire y mover un poco el caluroso y espeso aire de verano. Hablábamos bajito, casi en susurros. Nos reíamos y nos daba más risa al intentar no hacer ruido, porque nuestro balcón da a la ventana del dormitorio de los vecinos del bloque del lado. Más de una vez nos chistaron pidiendo que guardáramos silencio… para vergüenza de mi pobre madre, que procuraba llevarse bien con todo el mundo. Esa placidez por las noches no la he vuelto a recuperar, todo ha quedado atrás, con mis recuerdos.

Sabíamos que el verano tocaba a su fin, no sólo porque los días eran más cortos y porque por las noches refrescaba, sino cuando nuestros amigos iban regresando al barrio de sus vacaciones. Eso significaba que en una semana o dos el cole comenzaría de nuevo… y el tedio del verano tocaba a su fin para nosotros. A mí me encantaba empezar el cole en septiembre tanto o más como deseaba que tocara a su fin en junio. No soportaba la soledad, no soportaba las vacaciones de mis amigas que me dejaban en el barrio sin nada que hacer ni con quién compartir tantas horas de hastío. Por eso, cuando preparaba la cartera para empezar el curso, era la niña más feliz del mundo. La más feliz.

Esas cosas pasan cuando una no tiene pueblo para ir en verano…
Y, por ahora, nada más.

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Desde Vallecasweb queremos agradecer a Lola Montalvo el entusiasmo con el que acogió nuestra propuesta de escribir estos microrrelatos con sus recuerdos de infancia en Vallecas. Gracias por conseguir que muchos lectores se hayan sentido identificados y emocionados con tus recuerdos, porque a buen seguro serán también los suyos.

(*) En la imagen que abre este relato, sol sobre el Cerro Almodóvar con Vallecas al fondo. (Foto: H. RECIO / Vallecasweb)

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"Relatos" (desde 2002 hasta hoy, que sigo)
"A ambos lados" (2008)
"A través del pasado" (2009)
"Sanatio" (2009)

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Comentarios (8)

  • Tonimartin

    Tonimartin

    06 Agosto 2013 a las 10:28 |
    Me ha encantado y se me saltaban las lágrimas mientras lo leía, completamente identificado aún siendo un chico
  • analistaweb

    analistaweb

    06 Agosto 2013 a las 13:09 |
    Bonito artículo que tiempos aquellos en Vallecas.
    www.analistaweb.eu
  • tropitosky

    tropitosky

    06 Agosto 2013 a las 21:25 |
    Leyendolo se me ponian los pelos como escarpias........cuantos vallecan@s tuvimos la misma infancia........pero que felices que eramos. Enhorabuena por el articulo
  • montse

    montse

    08 Agosto 2013 a las 17:24 |
    Es una excelente escritora yo he leído todos sus libros hasta ahora publicados . Os la aconsejo están muy bien documentados
  • Montserrat Fernández Quesada

    Montserrat Fernández Quesada

    09 Agosto 2013 a las 10:37 |
    Me ha traído muy buenos recuerdos al leerlo.
  • Fernando Segura Hernández

    Fernando Segura Hernández

    09 Agosto 2013 a las 10:44 |
    Aquellos y estos, porque yo no me puedo ir de vacaciones, por lo tanto otro verano en Vallekas...
  • Begoña

    Begoña

    18 Agosto 2013 a las 07:38 |
    Qué felicidad el verano! Las vacaciones... Y de vez en cuando también es bueno esa sensación de aburrimiento que parece que no dejamos tener a nuestros hijos ya que tratamos de llenar cada minuto de su vida con alguna actividad. En fin Lola, cómo siempre genial y reflejando perfectamente nuestros sentimientos y sensaciones. ¡Enhorabuena!
  • Lola Montalvo

    Lola Montalvo

    26 Agosto 2013 a las 18:33 |
    Muchas gracias a todos y todas... Es emocionante leer vuestros comentarios y entender que mis veranos por aquellos años os traen recuerdos a vosotros también.
    Es un placer escribirlos y plasmarlos, con cariño!
    Besos miles y muchas gracias
    :D

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