10 Febrero 2014
¿Qué número va a entrar?
LOS RELATOS DE LOLA MONTALVO | Cuando íbamos al médico en Vallecas
Lola Montalvo | Especial Vallecasweb
Mi madre me levantaba temprano, me ponía un desayuno rapidito y me daba la cartilla del médico junto a un montoncito de cartones recortados de los envases que indicaban los medicamentos que nos tenía que recetar el médico. El cartoncito debía ser garante de que ya lo habías tomado, si no había cartón, no había receta. Arcaico y primitivo, pero funcionaba.
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Yo recuerdo que iba los sábados por la mañana (aunque mi madre me dice que ella cree que no, pero yo estoy segura de que sí) al consultorio que había en los bajos de un bloque en la que era Avenida de la Circunvalación… hoy, Avenida Pablo Neruda. Si no me equivoco, ahora en ese mismo local hay un supermercado autoservicio. Yo procuraba llegar lo más deprisa que podía al consultorio porque había que pedir número y cuanto más tardaras el número era mayor y la espera más eterna. Nada más entrar había un administrativo dando números para los diversos médicos, un papelito rectangular blanco con un número escrito con desgana a boli que te decía tu suerte del día. Yo lo pedía para don Santiago, nuestro médico de cabecera.
Entraba, miraba la sala de espera, buscaba con la mirada un sitio para sentarme y al tiempo preguntaba quien tenía el número justo anterior al mío. Esperaba unos minutos calculaba quienes esperaban para don Santiago y, si me resultaba que eran demasiados, me acercaba a la puerta y preguntaba «¿Qué número va a entrar?» La verdad es que las esperas se hacían eternas…
Por aquellos días no había móvil y yo no tenía en esa época libros propios que llevarme para matar las horas que me comía allí sentada. Cuando me tocaba entrar, decía buenos días a don Santiago, le daba la cartilla y los cartones de los envases, él escribía…, bueno, garabateaba a toda velocidad mientras me preguntaba cómo estaba mi madre y cómo iba mi padre, que por esos años ya estaba enfermo. Le pasaba las recetas a la enfermera que rellenaba los datos de mi padre o mi madre, me daban las recetas, decía adiós y salía por donde había entrado. No más de tres minutos, lo prometo, tiempo en el que el médico ni me miraba a la cara, se rascaba, se sonaba la nariz, se estiraba el pantalón supongo que para despegarlo de las nalgas y escribía, todo al mismo tiempo. Una rentabilización de tiempo increíble.
No le recuerdo saliendo de detrás de la mesa ni una vez, porque si me tenía que mirar la garganta, era yo la que rodeaba la mesa y me acercaba a él, que sentadito me ponía en la boca abierta diciendo aaaaahhh, casi tocándome la campanilla y provocándome una arcada, un palo reseco y repugnante que muchos niños deseaban conservar cuando acababa la exploración…, algo que yo decliné una vez y otra durante todos los años que me tocó pasar esa repugnante experiencia. ¿Para qué quiere un niño ese palo atroz…? ¿Para mortificar a otro niño?
En una mañana, don Santiago y todos los médicos que pasaban consulta dentro de cada una de las salas, podía recibir más de cien números… ¡cien! a una velocidad de vértigo. Los pacientes se quejaban de que el médico apenas te miraba o te exploraba, porque sin dejar de escribir te valoraba, te diagnosticaba y te recetaba a la velocidad de la luz, impelido por relaciones cuasi inamovibles:
■ Tos…, jarabe.
■ Fiebre…, aspirina.
■ Dolor…, aspirina.
■ El niño no come…, vitaminas o Calcio20®, ¿lo recuerdan? ¿Recuerdan lo rico que estaba? Yo me tomaba el de mi hermano, mi madre me daba un poquito porque estaba muy rico, aunque yo era un balón de Nivea y lo de comer lo tenía superado.
■ Anginas…, inyecciones de antibiótico; esto no fallaba, sobre todo porque tu madre le pedía que te las pusieran, ¡por si acaso, don Santiago!
Y todo esto sin apenas mirarte a la cara, como mucho te miraban la garganta pero eras tú el que se acercaba. Hoy día los usuarios de la sanidad pública se quejan en las salas de espera porque el médico tarda una eternidad con cada paciente; pero antes es que el médico diagnosticaba de oídas. No digo que no lo hiciera bien, ojo, pero a mí me diagnosticó de velocidad en la sangre sin pestañear; estoy convencida de que no sabía cómo era mi cara. Ahora abundaré de mi mal de velocidad, ahora.
El ambulatorio Hermanos Sangro tenía un nombre que metía miedo de por sí. Una vez dentro, mientras caminabas casi de puntillas por sus pasillos tétricos y azulejados, empezabas a convencerte de que "algo malo” te iba a pasar. (© Foto: L. HERRERA / Vallecasweb.com)
Cuando yo era pequeña, allá por los oscuros años 70, casi todos los niños sufrían en sus tiernas carnes una operación de anginas. Más pronto que tarde a todos nos llegaba nuestro san Martín…, porque a todos alguna vez se nos ponían las anginas como melocotones y un médico decidía que había que arrancarlas. Mi hermano mayor se llevó el premio gordo: le quitaron vegetaciones y anginas, todo de una tirada.
Tras la intervención tenías que escuchar a tu madre narrando a todo el que le quisiera escuchar, y que se le pusiera a tiro, lo mucho que habías sangrado, la de toallas que habías llenado de sangre y lo mucho que habías llorado. Ahora se sabe que esta medida de extirpar de forma indiscriminada las amígdalas era un enorme error y en la actualidad, para suerte de los infantes de nuestro tiempo, no le quitan a casi ningún niño su blandito tejido amigdalar, salvo si no es extremadamente necesario.
Yo debí de ser de los últimos que sufrió tan dura condena, porque mi hermana pequeña, con las mismas amígdalas que el resto de los niños de nuestra época y tan gordas como el que más y con placas de pus y con todos los detalles espantosos propios de unas amígdalas listas para extirpar, no tuvo que pasar por esa violenta experiencia (por fortuna para ella, todo sea dicho).
Tuve la mala suerte de estar enferma desde pequeñita. Sufría un problema que mi madre llamaba velocidad en la sangre y reuma, ambos provocados por las anginas. Hoy ya tengo conocimientos en la materia para sonreír con cierta ternura ante las denominaciones de los males de nuestra infancia. Dudo a la hora de dar explicaciones clínicas en este espacio, pero sé que mis lectores (¡espero que haya alguien ahí…, leyendo!) son curiosos y necesitan conocer.
No siempre, pero algunas veces las amigdalitis (inflamación de anginas o amígdalas) están producidas por una bacteria concreta, el estreptococo B hemolítico, feo nombre para un bicho que después de inflamar las anginas pasa a la sangre y campa a sus anchas por el organismo. Esa conquista de la sangre produce un parámetro analítico que no es otro que el aumento de la velocidad de sedimentación globular o VSG; en estos casos la infección se caracteriza, entre otras cosas, porque esta VSG o velocidad está muy acelerada-aumentada, lo que indica una infección importante. No entraré en detalles, pero había que tratar al enfermo en cuestión con dosis repetidas de antibióticos y, cuando la bacteria estaba controlada, fuera de la sangre, extirpar las anginas para evitar que como ya estaba ahí refugiada, el estreptococo volviera a ocasionar la infección y volviera a empezar todo el proceso, que cursa además, con fiebres muy elevadas. Es una bacteria muy puñetera (si se me disculpa la expresión) porque produce problemas en las articulaciones (lo que mi madre llamaba reuma) e incluso, a la larga, desarrollar problemas cardiacos, sobre todo lesiones valvulares. Así que, estarán conmigo en que la cosa tenía miga.
Yo sufrí eso, o sea que la extirpación de amígdalas no me la evitaban ni las oraciones más fervorosas. Al sufrir reuma no podía correr ni jugar a la comba ni a la goma… me vi limitada en ciertas cuestiones por el intenso dolor que sufría en las piernas, sobre todo.
Me ponían inyecciones cada semana, muy dolorosas, el Benzetacil®, que te dejaba cojo durante días. Al principio iba mi madre conmigo, pero como la consulta de don Manolo, el practicante, estaba en mi misma calle, al final iba yo sola. Mi madre me llamaba por la ventana… «¡Mariloli, la inyección!» y allá iba yo con paso lento intentando evitar lo inevitable. También me sacaban sangre con frecuencia, cada mes en el Puente Vallecas; como yo no me dejaba por las buenas, me tenían que sujetar entre tres o cuatro para sacarme unas jeringas enormes y luego mi madre me invitaba a desayunar churros, me portara bien o no, churros que a veces vomitaba en el autobús. Mezcla de falta de costumbre y berrinche a partes iguales. Tenía yo mucho brío, sí…
Después de que don Santiago decidiera que era oportuno, me enviaron a un otorrinolaringólogo (a partir de ahora, ORL) que estaba en Peña Prieta, en el Puente Vallecas. La consulta era una fea sala de azulejos más propia de una sala de torturas o de los experimentos del dr. Frankenstein; eso sí, el médico ORL era muy majo y me hablaba y se acercaba a mí y me exploraba la garganta y me llamaba por mi nombre y era majo; ya lo he dicho… lo sé.
Recuerdo que era joven, lo que para mi corta experiencia como paciente era una novedad, dado que siempre me habían atendido señores mayores, y llevaba una corbata de punto. No recuerdo su nombre, no, pero si recuerdo el día que me dijo que me iban a operar de anginas. Creo que en un principio me alegré, pero esa sensación me duró poco porque me barruntaba que no iba a ser una experiencia gustosa ni divertida. Sobre todo cuando llegado el momento, el médico le dijo a mi madre que llevara toallas y una sábana. «Para empapar la sangre», deduje de forma certera. Y ya mi mundo cambió de color, del blanco-neutro-nada-especial al rojo-horror-lo-que-me-espera. Yo tenía ocho años. Lo único que me animaba era que cuando te operaban no ibas al cole y te daban helados. ¡Qué ricura!
Los enormes y "tétricos" cuadros situados en la entrada del ambulatorio de Peña Prieta inspiraban a los más pequeños “muy poca confianza”. (© Foto: L. HERRERA / Vallecasweb.com)
Llegó el día. Para mi espanto, mi madre hizo mi cama con un plástico bajo la sábana… el mismo preparativo que un asesino en serie para no dejar rastros. Lo único bueno de todo aquello es que vino mi tía Juanita con nosotros, además de mi madre y mi padre. Mi tía siempre iluminaba mis días cuando estaba con nosotros y que viniera fue lo único bueno de ese aciago día. Mi madre llevaba la sábana y un montón de toallas «¿para qué tantas, válgame el cielo? ¿Tanta sangre va a salir?».
Nos sentamos en una sala de espera, allá en el ambulatorio de Peña Prieta, un habitáculo igual de horripilante en decoración y ambiente, supongo, que debe ser una sala de tortura del medioevo. Una enfermera iba llamando. Yo veía entrar a los susodichos y salir al rato… ¡todos llorando y con una toalla manchada de sangre en la cara! Por lo que sumé uno y uno y no me salió mal las cuentas. Me puse a llorar. Mi tía Juanita intentaba consolarme, pero yo ya estaba más allá y no había consuelo posible. Ni ella podría.
Y dijeron mi nombre. Me acercaron a la consulta…, yo por mi propia voluntad no iba, no. Desde dentro tomaron el atadillo de sábana y toallas que llevaba mi madre y me hicieron entrar tirando de mí, cerrando la puerta tras el rostro preocupado de mi madre. Una vez me vi sola, abandonada a mi suerte, decidí que lo pondría difícil. Me dijeron que no llorara… ¡qué descaro! ¡Me iban a engañar a esas alturas! Sin mediar más palabra me ataron, juro que es así, con la sábana, envolviéndome el tronco como si fuera un rollito de primavera.
Por supuesto yo ya lloraba por mí y por mil más, desconsoladamente. Un tipo de uno dos metros de alto y con una envergadura como un armario de tres cuerpos, rubio, me cogió, me sentó en sus rodillas y me sujetó. Otra persona, yo ya no estaba para fijarme en nada, me puso un aparato metálico en la boca con sabor a alcohol, para que no pudiera cerrarla; el mastodonte que me sujetaba me tapó los ojos y sin decir que «allá voy» alguien me metió un «lo que sea» en la garganta y me arrancó una a una las dos anginas. Mis gritos, asegura mi madre, podían ser escuchados desde el Himalaya… pero estarán conmigo que no es para menos, ¿verdad?
Me destaparon los ojos y ¡me regañaron! «¡No chilles!», tuvieron la osadía malévola de ordenarme, pero no hice caso. Me hicieron escupir en un cacharro en el que no sólo estaban mis antiguas amígdalas, si no la recolección de ese día, bultitos rosados nadando en sangre. ¡Lo prometo! A esas alturas al tipo de la corbata de punto le odiaba con toda mi alma y le juré desprecio eterno más allá de mis días en este mundo. Pero él me miraba sonriente ignorando ese dato.
Pensé que todo había acabado. Me dieron las toallas de mi madre para que no me manchara de sangre y me dejaron reunirme con mis padres y mi tía Juanita. Ellos me cogieron en brazos y me consolaron. Yo sólo pedía entre hipidos que me dejaran irme a casa. Miré a mi alrededor. Otros niños estaban igual que yo, en brazos de sus padres, llorando como yo, pero sin armar tanto alboroto, la verdad sea dicha. Por la razón que sea no nos íbamos aún a casa, no.
Volvieron a dar mi nombre, precisamente el tipo enorme rubio. Mi padre tiró de mí, pero yo me negué. «¡que no entro, noooo!», «¡venga niña que es solo un momento!», «¡que no, que noooo!». Tiraron de mí pero mi decisión era firme. No entraba. Me apalanqué al marco de la puerta con manos y piernas y el rubio enorme tiró de mí hasta que me hizo pasar el umbral. Estoy segura que el tipo rubio estaba de mí hasta las narices, pero no se podía imaginar hasta dónde estaba yo de él. Mi rabia era infinita, infinita… La verdad es que sólo querían comprobar que no sangraba. Una vez comprobado que no había hemorragia me devolvieron a mis padres y para casa.
Afónica como nadie se puede imaginar —de tanto gritar—, en el taxi de vuelta a casa —¡a ver quien tenía narices de llevar a la niña rabiosa en el bus!—, no hacía nada más que decirle a mi madre que si me daría helado… Ella callaba, «venga no hables, que recién operada de anginas no se puede hablar» ¡Ja!
Y es que, amigos, a mí me operaron en invierno, ¡¡invierno!! Hoy hay heladerías en cada cafetería, en cada esquina, pero en 1975 no era así y ¡en invierno no había helados! Ni uno. Mi madre me dio, para conformarme yogur helado… ¡¡pero no era lo mismo!! Primera promesa incumplida…
La segunda traición fue que me operaron en vacaciones de navidad, con lo que ¡no falté ni un solo día al cole, ni uno! ¿Se puede tener una suerte más miserable?
Hoy me río, la verdad. He tenido que soportar a mi madre contando esta experiencia millones de veces y, hoy día, incluso, cada vez que puede la cuela al que le escuche. Es cierto que en la actualidad las cosas ya no son como antes, no. A los niños se les opera de anginas cuando no queda más remedio y siempre, SIEMPRE, dormidos, con una sedación maravillosa. Eso sí, hoy soy enfermera. Y he aprendido mucho de mi propia (mala) experiencia. Y…, a ningún niño le digo esto no duele nada, ni le chillo si llora ni le fuerzo ni le riño; miro a mis pacientes a la cara, me acerco yo a ellos, les cojo de la mano si lo necesitan, les hablo con amabilidad o, por lo menos, de forma correcta, aunque ellos me hablen mal..., ¡en fin! Es cierto que mi espantosa experiencia me ha hecho procurar esforzarme en ser mejor profesional, en muchos aspectos, pero sobre todo en la atención a los que sufren y tienen miedo. Los atiendo como siempre me ha parecido que me gustaría que me atendieran a mí.
Bueno, de todo aquello, no todo el producto fue malo: ya no tengo velocidad ni reuma.
Y, por ahora, nada más…
(*) En la imagen que ilustra este relato, fachada del ambulatorio de Peña Prieta. Nada más entrar, la foto de una amable enfermera “te mandaba callar”.(© Foto: L. HERRERA / Vallecasweb.com
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Vallecasweb quiere agradecer a la escritora vallecana Lola Montalvo el entusiasmo con el que acogió nuestra propuesta de escribir estos microrrelatos con sus recuerdos de infancia en Vallecas. Gracias por conseguir que muchos lectores se sientan identificados y emocionados con tus recuerdos, porque a buen seguro serán también los suyos.
Lola Montalvo Carcelén © Todos los derechos reservados.
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Lola Montalvo. Escritora.
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"Relatos" (desde 2002 hasta hoy, que sigo)
"A ambos lados" (2008)
"A través del pasado" (2009)
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Comentarios (7)
Currante
Begoña
A mí no me sujetaron bien con aquella sábana e imagina la escena de una niña corriendo alrededor de aquel sillón de torturas y dando patadas a diestro y siniestro con tres personas intentando cogerme...
Ya pudieron, ya... Y a mí también me operaron en invierno, así que me daban hielo para chupar. Qué timo!
Te deseo mucha suerte con tu libro Sanatio. He sido una de las privilegiadas en leerlo y es estupendo!!
Rocío
Lola Montalvo
MUchas gracias por leer y por haceros complices de lo que hago, de todo lo que llevo adelante. Sois geniales y os quiero muchísimo!!!
Besos miles
Currante
Lola tu compi
Yo he leído tu relato, fantástico como siempre.
Como me recuerda a mi infancia ,a mi afortunadamente no me operaron de la garganta como se decía en mi pueblo ,pero si recuerdo el bote de calcio 20 con ese estilo alargado y tan blanco con su etiqueta azul , que nos gustaba tanto . Gracias Lola por escribir estos relatos tan reales . Muchos besos
Lola Montalvo
Besos miles amiga!